Años atrás, las lámparas de bajo consumo se presentaban –frente a las tradicionales incandescentes– como la mejor alternativa para el cuidado del ambiente por su capacidad de iluminar más con menos energía. Sin embargo, al momento de desecharlas, igual que los tubos fluorescentes, se convierten en un problema si no son separadas de la basura y tratadas con un método especial. “Las lámparas de bajo consumo ahorran energía, pero no ahorran contaminación”, advirtió el biólogo Raúl Montenegro, presidente de la Fundación para la Defensa del Ambiente (Funam).
Si bien estas lámparas son muy eficientes, pocos saben que contienen mercurio, un metal pesado que se considera residuo peligroso por su toxicidad al ser liberado al ambiente cuando la lámpara se rompe o destruye.
“La exposición de corta duración a una concentración elevada de vapor de mercurio puede producir irritación de garganta, tos, dificultad para respirar, inflamación de la piel, aumento de la presión arterial, náuseas, vómitos, cefaleas y pérdida de la memoria”, enumeró María Della Rodolfa, responsable de Programas de la ONG Salud sin Daño. Esta organización realizó una campaña para eliminar el uso de instrumentos médicos con mercurio como los termómetros y alrededor de 400 hospitales ya lo han hecho. Sin embargo, todavía no hay una disposición final segura de estos residuos, que terminan en los rellenos sanitarios o en basurales a cielo abierto, se quejó Della Rodolfa.
“El mercurio –agregó Montenegro– es un material persistente que intoxica los ecosistemas acuáticos y terrestres y que a través del aire, el suelo y el agua puede llegar a las personas. Los vertederos de basura están incorporando cada vez más lámparas en desuso con mercurio que pueden tener hasta 5 miligramos por lámpara, o tubos fluorescentes, de hasta 25 miligramos”.
Según Rosana Iribarne, del Instituto de Ingeniería Sanitaria de la UBA, las lámparas de última generación tienen menos mercurio y mayor vida útil. “El problema es que el etiquetado no menciona qué cantidad de mercurio contienen y en la Argentina no se producen.” Tampoco se indica cómo actuar si se rompe una lámpara. “No se capacita a la gente de mantenimiento para que sepa qué hacer con ellas y las almacenan en sótanos o las sacan a la calle”, destacó Iribarne, quien en 2006 elaboró un informe sobre este tema para la Secretaría de Energía de la Nación.
Por la toxicidad del mercurio, ante la rotura de una de estas lámparas se debe ventilar y abandonar el lugar al menos 15 minutos. Luego, con los ojos, la boca y las manos cubiertos, hay que recoger los fragmentos y el polvo con papel o cartón duro (no usar aspiradora ni escoba). Y colocar los desechos en una bolsa plástica, aclarando que contiene residuos de mercurio.
“El uso de lámparas de bajo consumo se impuso por ley sin considerar los riesgos sanitarios y ambientales de su rotura y descarte. Como parte de esta improvisación no se avanzó sobre la responsabilidad de las empresas, ni se organizaron sitios para la recepción de lámparas en desuso. Así, en la mayor parte del país estas son arrojadas a la basura doméstica y el mercurio es derramado en vertederos y basurales abiertos”, aseguró Montenegro.
En Brasil, Corea, Japón, Australia y en los países de Europa, las empresas productoras debieron instalar y financiar sistemas de gestión de las lámparas desechadas, que se encargan de su recolección, tratamiento y reciclado. “En esos lugares se dejaron de usar las lamparitas incandescentes recién cuando se pudo contar con normas que obligaban a los productores a reciclar”, señaló Gustavo Fernández Protomastro, biólogo y gerente de reciclado de Pelco.
Argentina tiene establecimientos para tratar las lámparas y tubos usados, a los que recurren sobre todo empresas de autopistas y centros comerciales, ya que desechan miles por año. “Cuando tiramos una lámpara de bajo consumo contaminamos el suelo en pequeñas cantidades. Cuando son 400 millones de pequeñas cantidades hablamos de una contaminación grave y peligrosa para presentes y futuras generaciones”, concluyó Fernández Protomastro.
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